El parque del Distrito Este. Capítulo 6
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Una tarde, mis hijas volvieron a casa muy emocionadas. Entraron corriendo por la puerta gritando “¡Papá, papá!”, y cuando les pregunté qué pasaba me respondieron las dos a la vez y no entendí más que algunas palabras: clase... concurso... parque.
"Bueno, a ver, más despacio, por favor."
"Hoy en clase nos han hablado de un concurso."
"Es para construir un parque."
"¡Tienes que presentarte, papá!"
Y así fue cómo me enteré. No suelo leer el diario, pero las niñas me traen muchas noticias. Me informé mejor y me pareció una buena idea, aunque no había diseñado nada desde hacía mucho tiempo. Cuando terminé la carrera de arquitectura, no encontré trabajo y tuve que agarrarme a otros tipos de empleo para cubrir los gastos, que rápidamente fueron en aumento con la llegada de las niñas. Aun así, aprendí mucho de campos que hasta entonces nunca me habían interesado como la restauración, el transporte de mercaderías textiles o las ventas a domicilio. El caso era que, después de tantos años de usar mi escritorio como cuarto trastero, parecía que tendría que desenterrar la escuadra y el cartabón de debajo del montón de ropa por planchar.
Bogderrin es una ciudad mediana, pero el barrio donde vivimos es como una gran familia. Por suerte, los niños se llevan bien y siempre están yendo a casa de unos y otros cuando terminan la escuela. Eso me permitió disponer de algunos ratos extra, además de las noches, para poder terminar mi propuesta a tiempo. Mi gran inspiración, claro, fueron las niñas. Diseñé un parque que realmente pudieran disfrutar los niños de todas las edades y en el que los padres pudieran estar tranquilos. Había actividades para que aprendieran de forma autónoma o en grupos y procuré que todos los juegos fueran accesibles para nenes con distintos grados de mobilidad, lo cual no fue nada fácil, pero al terminarla me sentí muy satisfecho, y eso compensó las horas que le había dedicado y los tantos bocetos que tuve que descartar al informarme con Chepi, una vecina y amiga que trabaja en uno de los centros del Distrito en que ayudan a las personas con discapacidad sobrevenida (aunque ellos lo llaman cambio de capacidades sobrevenido).
Empecé a inquietarme cuando llegó el día que había señalado en el calendario de la sala de estar como el que se indicaba en las bases que me tendrían que notificar sobre el fallo del Comité de Expertos y no recibí ninguna carta. Pasó otro día y el buzón seguía vacío. Al tercer día, en la cena, la mayor me pilló maldiciendo entre dientes a uno de los guisantes y me preguntó si me pasaba algo. Levanté la vista y vi con qué ojos me miraban las dos. No pude callármelo.
"Ya tendrían que haberme dicho algo del Concurso y no ha llegado nada."
Se miraron entre ellas y se pusieron a reír. No entendía nada. La pequeña se levantó, diciendo:
"Perdona, papá. Queríamos dártela con el postre."
Me dio una carta sellada y me di cuenta de que me temblaba la mano que alargué para cogerla. No hizo falta que les dijera lo que había leído porque me emocioné y leyeron la alegría en mi cara. Se levantaron y me abrazaron para felicitarme. Entonces pensé que nada de lo que ocurriera después me importaba. Para mí, solo por tener ese momento con ellas, podía ganar el Concurso otro proyecto.
Lo estuve hablando con ellas, con Chepi y el resto de vecinos, pero nadie sugirió ningún cambio a mi diseño y yo no veía nada que pudiera aportar o cambiar que pudiera ser de verdad una mejora a la idea que ya había presentado. Eso me generó bastante tensión porque si se contemplaba un período para introducir cambios en las propuestas, sería que seguramente era buena idea hacer cambios y modificaciones, ¿no? Pero seguía sin ver cómo retocar mi idea sin que fuera solo por hacerle algo. Mis niñas me decían que no me preocupara, que eso era una clara indicación de que mi proyecto inicial había dado en el clavo, pero no estaba seguro. Finalmente se terminaron las dos semanas, así que todo quedó como estaba. Lo bueno era que, si el Comité de Expertos lo había aprobado, el Comité de Revisión no tendría porqué desestimarlo, ¿verdad?
Capítulo 7